La vida en un ¡ay! - 1)

Tener un techo sobre la cabeza es un instinto primario del ente humano, basado en la necesidad ancestral de refugio que, en el caso de los simios originarios, consistía en huir o descansar en la altura de los árboles lejos de la mayoría de los predadores. Con lo que, al disponer de un espacio propio y protegido para poder pensar, surgió la tendencia a mejorar el entorno más allá del simple disponer de una cobertura consistente en un simple, rumoroso y aireado dosel de hojas. Ya puestos en modificar el entorno, alguno inventó cómo descansar cómodamente tejiendo lechos con follaje,  más seguros y agradables que una simple rama y más fiables en la noche oscura. Caracterizados por su curiosidad todos, sucesivamente, fueron imitando al que inventó el sistema como siempre ocurre en grupos, manadas o bandadas en que las acciones de otros se copian, arraigan y se convierten en costumbres, sean o no respetables o justificadas, pero eso es otra historia.

   En la propia búsqueda humana de la comodidad, tal vez es la genética simia la que nos ha llevado a varios intentos para asegurar un confortable lugar bajo un techo seguro,  habitando en cuevas, chozas, casuchas, casas, fortalezas o edificios pero siempre en la cercanía del grupo protector, al principio la familia, luego la tribu, después el caserío y terminando en la ciudad. Para finalmente abandonar a familia o conocidos y vivir sistemáticamente en enormes grupos formados al azar, entre desconocidos.

   Así que, por compensación, tendemos a establecer y desarrollar un pequeño sector privativo en el que desarrollar la individual, escasa, ínfima parcela de libertad personal que creemos tener . Y para mejorar o resaltar nuestro empeño, engalanamos, dotamos de implementos y aparataje artificial a nuestras casas privadas, con la vana pretensión de que puedan resultar esplendorosos castillos.

   Una vez habité en una casa de esas que son cómodas-incómodas. Lo primero, porque ofrecen mucho sitio para guardar todas las cosas incontables, y en parte indefendibles, que uno acumula al paso del tiempo: esa pijada que es recuerdo de... ahora modelada con recovecos polvorientos; ese adorno que me regaló quién... que pretendía ser un jarrón "de diseño" aunque más bien parecía haber salido defectuoso; esos cuadros adorables que empezaron siendo láminas... y ahora desparramados por todas las paredes; esa buena cantidad de cassettes VHS que parecían imprescindibles para el cine en casa... y que requieren de cuatro cajones para su almacenamiento; esos grandes armarios para colgar ropa que no usas nunca...  y que tienes reparos en depositarla en el contenedor callejero, de los de lucrativos negocios de reventa agazapados tras supuestos programas de ayuda; un amplio garaje que termina convertido en trastero... con herramientas que carecen de uso; unas borriquetas mohosas que guardas por si acaso hay que montar una mesa para empapelar, cosa que no volverá a ocurrir nunca; una estantería medio derrumbada donde amontonar desde lámparas en desuso hasta piezas de bicicleta averiada a la espera de ser reutilizadas, lo que seguramente nunca se producirá; cajas de cartón apiladas con mercancía dentro que ni recuerdas ni tienes tiempo para revisar.

   A lo mejor la tendencia al lujo es general y no solo humana: como la avecilla (creo que australiana) que construye un dosel en el suelo con flores, conchas y piedrecitas formando un brillante semicírculo para camelar a una hembra, que optará por el nido más hermoso y mejor construido; o como algunos pingüinos, que pondrán su único huevo entre un círculo de guijarros que la pareja aporta, en buena parte robadas a sus vecinos; o las cigüeñas construyendo enormes nidos para emparejarse o vivir colectivamente en ellos; o los conejos al construir largas madrigueras comunes con una red de túneles y salidas... 
   O como nosotros que, por lo que parece, no hemos inventado nada nuevo pero sí que lo hemos copiado todo, total para vivir con un alto listón existencial de aparente comodidad, incluido cierto barniz de presunción y una notoria tendencia hacia el acaparamiento, mediante esa fórmula diabólica que es el dinero, que nos enreda en una dicotomía esfuerzo-necesidad tan densa que es más cómodo conformarse que buscar una salida.

   Pero ¡ay! ahora mismo las vacaciones -como las casas- exigen esfuerzos adicionales, obligaciones marginales, desplazamientos extraordinarios que recortan el tiempo y el dinero, antes destinado a exigencias rutinarias, alternativas o acostumbradas. Y el consiguiente ocio lo altera todo, también la afluencia de lectores, si es el caso. O bien puede fatigar, bajo el calor del estío, mirar tanta línea, tanto negro sobre blanco, por ejemplo si se está debatiendo, precisamente, sobre la dicotomía comodidad-incomodidad. Así que quédese la continuación...

Hasta la semana que viene...

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