La vida en tres ¡ay! - 3)

   Al arreglar la sucia e inculta parcela de terreno, recibida con la casa, hubo que extraer la tierra arcillosa superficial (si se humedecía y pisabas encima, te quedabas trabado como en un pantano) y renovarla con tierra de vivero. Una vez conseguido el sustrato, planté mis retoños alineados a lo largo de la valla, pues no había otro sitio para ello: hace mucho tiempo que cultivo árboles, desde la semilla, y aquí prosperó un almendro que dio pronto unas almendras fantásticas (eso sí, acosado por hordas de pulgones veraniegos que pringaban todo su entorno) además de dos moreras que se hicieron gigantescas, con sus frutos cayendo y entintando el suelo. También hubo un laurel que llegó anémico (porque lo tuve en crianza en una terracita acristalada y llevó mal el encierro) que consiguió medrar y ponerse en forma; y un níspero con estupendos frutos, además de un ciprés juvenil.

    El resto del jardín consistía en un pequeño enlosado con una mesa redonda y cuatro sillas, inmediatas a la dichosa e insoportable piscina. La cual otorgaba a la vecindad, generosamente, una visibilidad completa desde los cuatro puntos cardinales, tanto a los habitantes inmediatos como a los residentes en varios pisos del otro lado de la Avenida, para ofrecer a sus moradores un ratito de soso entretenimiento, viendo a los de allí abajo chapotear.

    Y aquí vienen las bandadas. Era una zona nueva, diseñada en asfalto y cemento y sin árboles callejeros. Así que los míos se convirtieron en el domicilio de gran cantidad de gorriones que organizaban, a las cinco de la mañana, un alboroto infernal, cantando a los cuatro vientos su alegría del despertar, sus peleas matutinas o reiniciando sus amoríos. Como era temprano, había que intentar algún silencio, y se salía a la terraza grande a agitar una banderola, a ver si los espantaba el movimiento y, como son muy descarados, no era hasta una media hora después que se marchaban, camino de los más productivos campos hasta que, en algún momento ignoto de la noche, se recogían allí de nuevo, en progresivo silencio, hasta el amanecer siguiente.

   La segunda bandada advenediza eran las golondrinas: no habiendo cables aéreos donde recogerse, venían en vuelo casi supersónico a cobijarse en mis árboles a la caída de la tarde y eran la alegría contraria: con la panza llena y un sitio carente de predadores, el concierto de gritos y alaridos volantes, que te anunciaban su llegada, era casi atronador. A la desesperada, me atrincheraba en una ventana alta y, cuando las veía aparecer, agitaba la banderola para que no se acercaran, pero se iban a cualquier saliente en el inmueble de enfrente, notablemente cabreadas, o a situarse en una veranda, con el ojo puesto en mis exclusivos árboles. Cuando me retiraba de la liza, ya de anochecido, se trasladaban a los árboles pero la noche ya les mantenía calladitas hasta la mañana, cuando el sol empezaba a calentar y se desperezaban por turnos.

   Quedaban los mirlos, menos madrugadores, otra bandada: no eran residentes sino saqueadores, aparecían con su brillante negritud plumífera y en dos días desaparecían las moras y los nísperos, transformados en gordas deyecciones moradas y, si los otros pájaros eran sonoros, estos emitían estruendosos trinos metálicos y melódicos de puro gusto al apoderarse del fruto o gritos enfadados al pelear con un competidor en la pitanza,  para pasar a chillidos de protesta al ver aparecer a una persona, mientras levantaban el vuelo en tropel y protestando con alaridos como si en lugar de picos tuvieran pífanos. Además volvían de inmediato, una y otra vez, hasta que la comida se acababa.

   Y aún quedaba otra bandada, intensa, molesta, artificial y sistemática: los fines de semana y los festivos aparecía, junto a mi valla que era la esquina, una tropa de excursionistas humanos en "quedada" semanal, se saludaban y reconocían con grandes voces, sacaban los implementos que transportaban y los desparramaban por la acera, en un coro de resonancias, para reordenarlos o montar los que venían desarmados, mientras comentaban a gritos cualquier historia deportiva (siete de la mañana). Colocaban contra el exterior de mi valla los artilugios que estaban completando para desplazarse por los campos y los rociaban con aceite tres-en-uno u otro lubricante específico, dejando grandes círculos grasientos que impregnaban los ladrillos inmediatos, convirtiendo un sector de valla roja en un cuadro abstracto de oleoso y tiznado marrón.

   Y sí, una vez más traté de resolverlo: las banderolas no servían para espantar a una bandada humana así que cierto día salí para pedirles que no engrasaran contra la valla porque la estaban perjudicando de forma permanente. Contestaron que estaban en la calle y hacían lo que les daba la gana. Ante lo cual sugerí que llamaría a la policía. Se me encaró (desde bastante más arriba de la altura de mi cabeza) un mozancón bien formado y deportivamente esculpido entre las apreturas de la T-shirt y los Shorts y me dijo "hala, de vuelta a su casa y sin rechistar, que ya está hablando con un policía"...

   Pero mi costumbre de lidiar con bandadas me llevó a insistir, así que le pedí, imperativamente, su número de placa oficial, que era tanto como como preguntar por qué alegaba su supuesto cargo  en evidentes momentos de ocio, lo que previsiblemente produciría de su parte los consiguientes truenos y relámpagos pero... un conocido de la vecindad, paseando madrugador con su perro, había percibido el episodio y se acercaba haciéndose ver con claridad. No hubo lugar a más, usando sus artilugios rodantes, el grupito, la tropa, la bandada, la manada se alejó de allí a toda prisa.

   Sería o no lo que aseguraba ser el soberbio mozo amenazante, así que me planté en la comisaría de zona, conté el asunto, vi una intensa sombra de duda en los dos agentes que me atendieron (¿ah...?) que alegaron a continuación. no, no, pues aquí no sabemos de ningún compañero así... sería de otra localidad.

Pues vaya, ¡ay!, cosas de la vida...

Hasta la próxima semana.

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