La vida en dos ¡ay! -2)

   Retorno a la casa a que me referí en la entrada anterior.

   La cual empezó a manifestar cierta construcción defectuosa, a provocar conflictos para ordenarla y algunas dudas sobre las ventajas de tanto espacio, desparramado entre cuatro plantas. Por lo cual, además de requerir un considerable esfuerzo para ir pagando la hipoteca al Banco, también exigía mucha atención. Parecía mucho sitio pero, analizando atentamente su aspecto exterior (cosa que no se había hecho antes), el inmueble resultaba ser una especie de cubículo comprimido por sus lados de saliente y poniente, estirándose de norte a sur y saludando en lo alto a las nubes con su tejado de calurosas tejas de pizarra negra.

   El garaje ocupaba un semi sótano con tres estrechas ventanas en lo alto, casi enrasadas con el suelo del exterior. Para acceder desde la calle había una rodera formada por una rampa muy empinada que tiraba del coche con mucha inercia, mientras arriesgabas aletas y retrovisores, en la bajada. Además, fue evidente que no se debía introducir el coche de frente sino bajarlo a la trasera, mientras castigabas la vista de tanto mirar los espejos laterales, confiando en no empotrar alguno de ellos en la pared, cosa que alguna vez ocurrió, naturalmente.

  La razón de entrar hacia atrás, mientras bajabas frenando con empeño con sucesivos "ñic-ñic-ñiiic" para evitar la inercia, se debía a la absoluta necesidad de salir de frente hacia la calle porque si no, a ver cómo hubieras podido subir semejante cuesta "a reculas" por ese vial amenazante, con muros demasiado cercanos, la gravedad tirando del vehículo para abajo, las puertas de salida demasiado estrechas... Claro que se había intentado, al principio, salir de espaldas pero requería de una aceleración estruendosa, vigilando constantemente los espejos para mirar hacia atrás y la cuestión terminaba cuando el motor se calaba de pronto y tenías que frenar de golpe, volver a bajar a toda prisa y emprender un nuevo intento. Cuando la primera vez se logró finalmente sacarlo así, nunca más se salió del revés.

   Pero las penas no habían terminado ahí. Al acceder a la calle, aún subiendo de frente, llegabas con cierta velocidad a una salida inmediata a la acera , de modo que ni veías si venía un peatón ni podías minorar enseguida el empuje porque te ibas otra vez para abajo. Frenabas y te quedabas con el coche medio descolgado, asomando apenas, metías la marcha, acelerabas malamente y, a base de patinar el embrague, ibas saliendo a golpes de aviso. Así que, o desplazabas un ojeador familiar al exterior que controlara a algún paseante eventual o confiabas en que el mismo resultara avisado por el propio estruendo de la aceleración. Por suerte, no se produjo ningún episodio significativo, aunque sí alguno colateral.

   Tal garaje, entre sótano y primero, era la razón de que la planta de entrada a la casa estuviera en lo alto de diez escalones, que eran muchos más si subías por el interior, cargado con la compra, los bártulos y los niños, quien los tuviera... Pero como quien no se conforma es porque no quiere, la primera planta era luminosa y aireada, aunque con vistas totalmente urbanas, con un tráfico de narices y que conducía, por detrás, a la pequeña parcela trasera (descendiendo otros diez escalones), para lograr un relax que pasaba por ignorar el estruendoso ruido de la calle inmediata.

   La segunda planta (tercera desde el garaje) disponía de tres habitaciones. No muy grandes porque una planificación constructiva incomprensible les había dotado de dos terrazas, una mediana que no servía para nada, salvo para aturdirte con el ruido de la Avenida principal y otra muy grande, que tampoco servía de nada porque tenía vistas al jardín de cuatro casas vecinas y se intentaba no dar la impresión, al salir a ella, de estar acechando los top less de alguna usuaria de las pequeñas piscinas, los músculos de algún muchacho bien construido en el gimnasio o las tripitas, incipientes o instaladas, de habitantes de más edad. Esas terrazas eran culpables de la escasa medida de las habitaciones.

   Y, por fin, la última planta (cuarta desde el garaje), desembocando la consiguiente escalera en un ático diáfano, al que se le dotó de dos camas sobrantes (que nunca se usaron), unas librerías repletas de libros (de poca consulta), adornos variopintos (poco apreciados), un par de butacas (en desuso) y una mesa cualquiera. Dos ventanas de tejado ofrecían muchísima luz de la que se "beneficiaban" unas cuantas plantas, mohínas por el exagerado calor, en verano, y frío, en invierno.

   Tanto sitio, por supuesto, terminaba resumido en: Escaleras arriba-escaleras abajo. Voy al tercero ¿Qué puedo subir, para no tener que volver más tarde? ¿Qué necesitaría bajar para no volver a bajar poco después? Y al llegar a la primera planta: Ah, se me ha olvidado... y otra vez para arriba y luego para abajo. Al ático, ni aparecer por allí, salvo para regar las plantas o retirarlas en verano para que no se cocieran. El garaje, usado con cierta frecuencia como almacén, el caso es que si bajas, subes... Así que intentarlo lo menos posible. Pero entre la planta de entrada y la de dormitorios, la escalera era una constante inevitable. Y hasta para el jardín trasero, escaleras... Y para salir a la calle, escaleras...

  Queda aquí pendiente referirme a su entorno medioambiental, que permanece -por el momento- a la espera .

 Hasta la semana próxima.


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